Auguste-Maurice Barrès
Escritor y político francés
Maurice Barrès nació el 17 de agosto de 1862 en Charmes (Francia).
Desde 1889 ejerció como miembro de la Cámara de los Diputados.
Sus primeros escritos son principalmente introspectivos, pero su obra posterior refleja un nacionalismo creciente.
Su obra influyó en escritores franceses como André Gide y André Malraux.
Entre sus numerosas novelas destacan las trilogías Culto del yo (1888-1891), La novela de la energía nacional (1897-1902) y La colina inspirada (1913).
Auguste Maurice Barrès falleció en Neuilly-sur-Seine el 4 de diciembre de 1923.
Obras
Bajo el sol de los bárbaros (1888)
Un hombre libre (1889)
El jardín de Berenice (1891)
Colette Baudoche
El Greco
Los desarraigados
Un amor de Tule:
Por Maurice Barrès
En Sevilla, su patria, Violante escandalizó por su belleza y sus imprudencias, pues a los veinte años tenía la manía novelesca de amar como una hermana a los jovenes más bellos, más espirituales y más distinguidos de su ambiente. Creía, equivocadamente, que unos sentimientos nobles y una conducta intachable permiten despreciar todas las murmuraciones. Después de algunos desaires, abandonó España, tras haberse casado con un joven francés que vio con este matrimonio interrumpida su carrera y destruida su salud.
Viajaron durante tres años, luego se establecieron en París, y cuando ella todavía tenía veinticinco años, enviudó.
La familia de su marido la había aceptado a su pesar, ya que, pese a su alcurnia, eran gente de espíritu burgués, a los que toda extranjera parecía un poco advenediza, y el carácter de ésta no era para tranquilizarlos. Así, habiéndose quedado sola, no le prestaron ningún apoyo en la sociedad, donde su generosidad de alma, mil rumores llegados de España y su gracia inimitable comprometieron rápidamente su situación. Sucedió además, como puede esperarse a esta edad, que aceptó los homenajes de un joven.
No se supo nada preciso sobre su intimidad, pero, como es costumbre, se aprovechó para suponer lo peor. Era exacto. Lo esencial es que se condujeron el uno hacia el otro, en esta relación que duró ocho años, con un tacto infinito y delicadas atenciones. Nunca se causaron pena voluntariamente, sino que, al contrario, se ennoblecieron el uno al otro probándose que no todo en este mundo es vileza y bajos sentimientos. Así vivieron, él clarividente, ocioso, atento y agradecido; ella, altiva y caprichosa con los que le eran indiferentes, tierna y entregada hacia él. El matrimonio no les tentó ni un momento; hubiera sido complicar con una obligación hábitos en que habían entrado sin tantas formalidades.
Se encontraban en sociedad, en el teatro, en las carreras, y, casi a diario, pasaban juntos largas horas en el apartamento de ambos en la avenida Montaigne. La joven, insensiblemente retirada de la sociedad más distinguida, parecía conformarse. En cuanto a él, no se cansaba de oírle contar las aventuras que le habían sucedido en Sevilla y en sus viajes.
Ella le hablaba de los asnos de África, de los sabrosos frutos de Andalucía, del clima de las Baleares; encontraba Italia un poco insulsa comparada con su áspera España, detestaba Inglaterra, y en cuanto a Europa central no añoraba más que las tardes de verano en los restaurantes de Carlsbad, donde cantaban las gitanas bajo el nombre de lothars. Él estaba de acuerdo con ella en todos los temas y disfrutaba infinitamente con el pintoresquismo y la nitidez de las sensaciones que ella le comunicaba con el tono de un niño satisfecho.
Ella se complacía sobre todo en una concepción novelesca de la vida, que se había formado hacía tiempo y que estimaba hasta el punto de no aceptar el fracaso de este sueño juvenil; una bella existencia, decía, hubiera consistido en crear una amistad perfecta de hermano y hermana con jóvenes refinadísimos, y vivir en una atmósfera de placer, de belleza y de confianza, como niños nerviosos que se abrazan y comparten todos sus juguetes. Y él, entre estas imaginaciones cuyos ensayos, pese a todo, la habían turbado un poco, experimentaba un placer singular, muy delicado y profundo, que consistía en entristecerse a propósito de este ser compuesto de optimismo, de dulzura y de sensualidad. Su espíritu, además, se depuraba al seguirla, porque ella juzgaba las cosas sin cuidarse de la moralidad, únicamente según su sentimiento de lo bello y su pasión por lo exquisito.
Sin embargo, en la cara de esta querida amiga él no distinguía el florecimiento de la felicidad. ¿Hubiera ella deseado más agitación? ¿Se creía imperfectamente amada? A veces la interrogaba:
—No —respondía ella—, no sufro, pero me parece que ya he gozado de todo...
Él la estrechaba en sus brazos sin decir una palabra, pues le parecía que tenía razón. Bonitos caballos, los más sumisos admiradores, todas las satisfacciones del más meticuloso esnobismo, todo lo había ella poseído, y ahora ya no encontraba placer ni con su costurera. En suma, padecía de un agotamiento nervioso.
Una idea a la que a menudo volvía era la de visitar los países del Extremo Oriente, y él comprendía bien que ella se hacía de esos países, con los jarrones, las sedas bordadas y algunas divertidas figuras de la legación china, una idea puramente legendaria, desprovista de toda grosera realidad. Era la única experiencia que esta persona imaginativa no hubiera intentado; creía en la China, no habiendo tenido la ocasión de constatar allí esta parte de insuficiencia que deshonra a todo lo que vive. Decía a menudo:
—Cuando envejezca, querido, cuando realmente me sienta incapaz de gozar de los objetos que poseo, me iré allí, enviaré regalos y moriré.
Como tenía de novelesco todo lo que puede contener un alma sin caer en la candidez, le complacía tener un fin misterioso y hundirse en la multitud humana, como un animalillo enfermo en el Sena. ¡Ah, bajo un fuerte sol, morir casi abandonada en un hotel de Shangai y forzar por su indigencia la misericordia de Dios!
Al final, el sentimiento de vacío de que ambos sufrían llegó a ser tal que ella juzgó que había llegado el momento de separarse, y aunque él sentía que no podían hacer ya nada por la felicidad el uno del otro, ello le supuso un extremo dolor, pues le llevaba a darse cuenta de que su felicidad había terminado. Ella le comunicó su entristecedor proyecto, luego evitó hablar más de él. Fue por deferencia, y para que las súplicas no debilitaran su resolución. Por un acuerdo tácito, afectaron considerar que ella emprendía una simple excursión a los países del Extremo Oriente. Sólo que la última vez que se vieron, en ese apartamento en que habían vivido tantas cosas, todo su ser se trastornó. En la antecámara, oscura a la caída del día, al lado de la puerta que durante años había sido para ellos la puerta del único universo, y que en adelante no iba a ser en su imaginación más que la entrada de una tumba, se abrazaron largamente: no como dos amantes, sino como dos seres de la misma raza que se han encontrado en la tierra y que no han sido hipócritas el uno con el otro.
—¡Prométeme —le dijo ella— que vendrás alguna vez por aquí! Conserva siempre nuestro refugio, y que todas las cosas permanezcan donde las hemos dejado hoy. Si alguna mujer te gusta, no tengas escrúpulo en traerla, con tal que sea para ti una amiga sincera, pues deseo simplemente que seas feliz. Pero te pido que una noche, nada más que la noche de Navidad, te quedes solo en este apartamento.
Pensaba que en Navidad se producen grandes misterios en la naturaleza; esa noche los objetos tienen almas y vuelven a la vida.
—Prométeme venir —repetía—, con todas las cosas que nos han rodeado, a pensar en nuestra antigua felicidad.
Dijo esto con gran ternura, con un tono tan ajeno a las miserias de los celos, que experimentaron uno y otro el amargo placer de la entrega, aunque no supieran a qué se entregaban, y sus ojos se llenaban de lágrimas. ¡Ah, qué miserables se sentían por esta incapacidad para proporcionarse ninguna alegría, avergonzados tal vez de no gozar ya más que en el dolor! [...]